Publicado en la Antología “Páginas por un
sueño” de Junio 2004
DE
LA MANCHA A AMERICA
Cádiz, año
1811.
Sentado sobre
la arena de la playa, José dejó descansar sobre sus piernas El Quijote, que era
su libro favorito y entornando los ojos empezó a recordar cosas que habían
pasado hacía mucho tiempo allá en su tierra americana.
La casa era
grande y tenía un gran zaguán por el que accedían las personas y las bestias de
carga. José, un mozalbete de doce años se encontró con su padre camino de las
cuadras.
-
José, menos mal que has llegado, quiero que ayudes a
fray Valentín a conducir la mula que llevará los alimentos al convento – y
dirigiéndose al cura que estaba con él, le dijo:
-
Ya tiene ayudante, mi hijo lo hará de buena gana.
¿Verdad José?.
-
Si padre, ya sabe usted que me gusta conducir la mula.
-
También se que te gusta entrar en la biblioteca a
fisgonear los libros – dijo su padre sonriendo – Puedes ir pero no vengas muy
tarde.
-
Bueno hijo – dijo el viejo cura – siempre hay almas
caritativas que nos ayudan, Dios te lo premiará.
El chico
pensaba que el mejor premio para él, era que fray Valentín le dejaba andar a
sus anchas por la biblioteca del
convento que, aunque no era muy grande, tenía los suficientes volúmenes, casi
todos traídos de España, para saciar su curiosidad.
-
Salid cuanto antes y decid a Lucía que os ayude a
cargar – dijo el padre, después de despedirse del sacerdote.
Con la ayuda
de Lucía, una criada mestiza al servicio de la familia, cargaron la mula y el
cura pidió al chico que montara para sujetar la carga.
Una vez
llegaron al convento José ayudó a descargar los fardos. Cuando terminaron,
preguntó al cura, más con los ojos que con la boca:
-
¿Puedo?
-
Claro que puedes, pero no te entretengas mucho, ya has
oído a tu padre.
-
Gracias – dijo el chico y salió corriendo hacia la
biblioteca.
Abrió la
pesada puerta y fue directamente hacia una estantería donde un libro sobresalía
de los demás. El lo había dejado así la última vez que visitó el convento. Lo
cogió con mucho cuidado y fue hacia una silla al lado de la ventana, se sentó y
comenzó a leer El Quijote.
Su lectura
siempre le producía la misma sensación, le transportaba a España, donde le
había dicho su padre que pronto iría a estudiar, y las andanzas del viejo
hidalgo manchego las vivía como aventuras propias.
Pensaba que
algún día, él también sería reconocido por sus hazañas. Se le hacía que la mula
que había llevado la carga era Rocinante y que montado en ella iba repartiendo
mandobles a los moros. A su lado llevaba a su fiel escudero, gordo y rechoncho,
¿sería pecado que él lo personificara en fray Valentín?. Lucharía a muerte por
sus ideales y llegaría a ser un gran triunfador.
Sus triunfos
eran ofrecidos a su Dulcinea particular, que en sus sueños no era otra que Lucía,
la criada mestiza que con su piel oscura y trenzas de negro pelo inquietaba su
joven corazón.
Dejando el
libro en la estantería cerró muy despacio la puerta y dirigiéndose al patio del
convento tomó la mula y partió hacia su casa.
José, allí en
Cádiz, estaba lejos de saber, aunque tal vez ya lo tenía meditado, que él, que
había luchado junto a los españoles contra los moros de África, como había
imaginado de niño, que también lo había
hecho defendiendo a España de los ejércitos franceses, lucharía contra ésta,
allá en su tierra americana y que conseguiría con ello la independencia de
varias colonias que habían estado bajo la Corona Española.
Tampoco sabía
entonces, sentado en la playa de Cádiz, que él, José de San Martín, sería
llamado El Libertador y moriría en Boulogne, Francia, casi solo y olvidado,
como su héroe favorito, el famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Andrés
Tello – Febrero 2004
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