martes, 5 de marzo de 2013

EL TRASTERO





                                                            
El hombre descendía las escaleras renegando. Su mujer le había insistido en que tenía que bajar al trastero a mirar que cosas se podían tirar. Éste no era muy grande, poco más que un armario ropero, pero su hija Lucía les había preguntado, si podría guardar algunas cosas suyas en él, pues su piso era muy pequeño. Para ello, tendrían que hacer limpieza, destruyendo lo que no sirviera. La verdad era que, dadas las medidas del cuartucho, sólo tenían varias cajas, pero lo suficiente para que no pudiera meterse nada más.

Pedro abrió la puerta del  cuchitril y una bocanada de aire algo rancio le dio en la cara. Empezó a mirar las cajas de cartón, que era todo lo que había dentro. Por fuera de cada una de ellas podía leerse: Cosas de Pedro, de María, de Guillermo y de Lucía. No sabía por cual empezar, pero pensó que si Lucía era la que necesitaba el sitio, sería lo lógico empezar por su caja.

 Con desgana, empezó a abrir las solapas de cartón y lo primero que vio, fueron una parte de los apuntes de la carrera de Derecho. Cuantas noches en blanco había pasado su hija sobre aquel montón de papeles, resistiendo a base de cafés, que su madre le dejaba preparado en un termo. Los sacó y los depositó, con cuidado, en el suelo. A continuación, sus manos se posaron sobre un suave oso de peluche, ya algo amarillo y deshilachado. Hubo unos años de la niñez de Lucía, que nunca se separaba de él. Lo llevaba de viaje; cuando iban de visita a casa de algún familiar; incluso los primeros días de colegio, con permiso de la profesora, le acompañó el oso a clase. Pedro, sonrió al recordar aquella situación y la llantera que cogió su hija, cuando, por fin, la obligaron a dejarle en casa. Lo colocó en el suelo, al lado de los apuntes y continuó mirando el contenido de la caja.

 Había distintos juguetes, pero se fijó principalmente en un pequeño juego de tazas y platos, donde su hija, jugando, le preparaba la merienda. Aún parecía oírla: ¿Cómo quieres el café sólo o con leche? ¿Te pongo galletas? La memoria era fiel, habían transcurrido muchos años y sin embargo, parecía escucharla en ese momento. Siguió sacando juguetes y cuentos, que él les leía a ella y a Guillermo antes de dormirse. Todo el contenido de la caja lo colocó en el suelo, después, pensó, haría una selección.

A continuación, abrió la caja correspondiente a Guillermo. También había trabajos escolares, aunque nunca inició estudios universitarios, prefirió especializarse en el oficio de mecánico de coches, que era en lo que trabajaba, en un pequeño taller que había montado.
No había sido tan buen estudiante como su hermana, pero ahora las cosas le marchaban bastante bien. Siempre le había gustado jugar con coches y prueba de ello, eras la colección de autos en miniatura que ahora estaban en la caja, y que de pequeño, Guillermo, les desarmaba para armarlos de nuevo.

 Ahora, allí estaban. Pedro los cogió uno a uno y fue pasando sus dedos por ellos. Casi no se notaba el paso del tiempo, pues aún se conservaban como nuevos. Siguió mirando hasta dar con un bloc de láminas de dibujo. Que ¿como no? Eran de coches. El hombre sonrió y se dirigió hacía el único objeto del trastero que, no era una caja, sino pequeña bicicleta de color rojo chillón, desconchada la pintura por todos los sitios. Con ella, Guillermo había aprendido a montar y aunque le costó al principio, enseguida se hizo con los mandos y, ya adolescente, llego a participar en carreras regionales. También, dentro de la caja, estaba el balón al que su hijo no había hecho demasiado caso, pues, como él decía, “no sabía dar una patada a un bote” y llegaba a casa llorando porque no le habían dejado jugar en el equipo del barrio.

Sin dejar de sonreír, Pedro dirigió su vista a la caja, donde podía leerse: “Cosas de María”.  Ésta era más grande y pesada que las demás. La bajo de la estantería y se dispuso a abrirla. Con más cuidado que con las otras, la abrió y lo primero que encontró fueron álbumes de fotografías. Abrió las tapas de uno de ellos y encontró fotos de su época de novios, solos, con amigos, con la familia, con los hijos, cuando éstos eran pequeños, algunas en blanco y negro y de las primeras que hicieron de color, aunque, éstas, ya estaban descoloridas.

 También había una caja de zapatos y dentro pudo ver una serie de objetos de bisutería, collares, pendientes y sortijas, ya pasados de moda. Pedro, no pudo contener la risa al ver un jarrón barato de porcelana, con motivos chinos, que les había regalado una tía de ella, el día de su boda y que solo sacaban cuando sabían que la tía les iba a visitar, pero que, sin embargo, a María le daba pena tirarlo. Debajo del jarrón, había un manojo de cartas que Pedro enseguida reconoció, él se las había mandado a María desde Huesca, donde le tocó hacer la mili. Las recorrió con la vista y reparó en una que parecía que no era su letra. Como si estuviera profanando la intimidad de su esposa, abrió el sobre y pudo leer las líneas en las que Ramón, le decía a María, que sentía que sus sentimientos no fueron los que él quería y la deseaba fuera feliz, en compañía de Pedro. La sonrisa que antes estaba en la cara de Pedro se borró de su boca. Ramón había sido su mejor amigo y él nunca se había enterado de su atracción por María.

Dejó las cartas al lado de los otros objetos y sus manos se posaron en un envoltorio en tela de seda. Sabía lo que se iba a encontrar; el vestido de novia de María apareció cuando separó la tela. Sus dedos acariciaron el vestido con delicadeza y escenas pasadas llenaron su mente.

Conmovido por los recuerdos, abrió la última caja, precisamente, la que ponía su nombre. En ella solo había cosas que su madre guardaba y que le entregó a él cuando se casó con María. Aparecieron álbumes de cromos del Guerrero del Antifaz, del Cobra, de Fu manchú y alguna otra colección, que él había hecho en su infancia. Un pequeño tren de latón con todos los vagones desvencijados y una lata de galletas llena de soldaditos de plomo. Los sacó uno a uno y los puso en fila, como cuando, de pequeño,  jugaba con ellos. Delante la caballería y detrás los soldados de infantería. Se entretuvo un buen rato y casi sin querer, miró el reloj. Metió los soldaditos en la lata y se preparó para cerrar el cuarto.

Cuando entró en su casa, María le esperaba de píe, en la puerta de la cocina.

-          Por lo que has tardado, seguro que has tirado muchas cosas – le dijo sonriente.

Pedro la miró durante un momento y enseguida bajó la mirada hacia el suelo.

-          No he tirado nada, me pareció que, si lo hacía, tiraría parte de nuestra vida y nunca podríamos volver a recuperarla, si quieres baja tu mañana y deshazte de lo que quieras.

María, le atrajo hacia ella y mirándole fijamente a los ojos, dijo:

-          ¿Te crees que no lo he intentado? Ayer mismo, me pasé la tarde abajo y no tuve valor para tirar nada.

Instintivamente, los dos se abrazaron y permanecieron así un largo rato, pensando en el contenido del trastero. Por fin, cuando se separaron, Pedro, dijo:

-          Habrá que decir a la chica que busque otro lugar para guardar sus cosas, porque en el trastero, solo hay sitio para nuestros recuerdos.


Andrés Tello

antear36@yahoo.es

                                                   

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