El hombre descendía
las escaleras renegando. Su mujer le había insistido en que tenía que bajar al
trastero a mirar que cosas se podían tirar. Éste no era muy grande, poco más
que un armario ropero, pero su hija Lucía les había preguntado, si podría
guardar algunas cosas suyas en él, pues su piso era muy pequeño. Para ello,
tendrían que hacer limpieza, destruyendo lo que no sirviera. La verdad era que,
dadas las medidas del cuartucho, sólo tenían varias cajas, pero lo suficiente
para que no pudiera meterse nada más.
Pedro abrió
la puerta del cuchitril y una bocanada
de aire algo rancio le dio en la cara. Empezó a mirar las cajas de cartón, que era
todo lo que había dentro. Por fuera de cada una de ellas podía leerse: Cosas de
Pedro, de María, de Guillermo y de Lucía. No sabía por cual empezar, pero pensó
que si Lucía era la que necesitaba el sitio, sería lo lógico empezar por su
caja.
Con desgana, empezó a abrir las solapas de
cartón y lo primero que vio, fueron una parte de los apuntes de la carrera de
Derecho. Cuantas noches en blanco había pasado su hija sobre aquel montón de
papeles, resistiendo a base de cafés, que su madre le dejaba preparado en un
termo. Los sacó y los depositó, con cuidado, en el suelo. A continuación, sus
manos se posaron sobre un suave oso de peluche, ya algo amarillo y
deshilachado. Hubo unos años de la niñez de Lucía, que nunca se separaba de él.
Lo llevaba de viaje; cuando iban de visita a casa de algún familiar; incluso
los primeros días de colegio, con permiso de la profesora, le acompañó el oso a
clase. Pedro, sonrió al recordar aquella situación y la llantera que cogió su hija,
cuando, por fin, la obligaron a dejarle en casa. Lo colocó en el suelo, al lado
de los apuntes y continuó mirando el contenido de la caja.
Había distintos juguetes, pero se fijó
principalmente en un pequeño juego de tazas y platos, donde su hija, jugando,
le preparaba la
merienda. Aún parecía oírla: ¿Cómo quieres el café sólo o con
leche? ¿Te pongo galletas? La memoria era fiel, habían transcurrido muchos años
y sin embargo, parecía escucharla en ese momento. Siguió sacando juguetes y
cuentos, que él les leía a ella y a Guillermo antes de dormirse. Todo el
contenido de la caja lo colocó en el suelo, después, pensó, haría una
selección.
A
continuación, abrió la caja correspondiente a Guillermo. También había trabajos
escolares, aunque nunca inició estudios universitarios, prefirió especializarse
en el oficio de mecánico de coches, que era en lo que trabajaba, en un pequeño
taller que había montado.
No había sido
tan buen estudiante como su hermana, pero ahora las cosas le marchaban bastante
bien. Siempre le había gustado jugar con coches y prueba de ello, eras la
colección de autos en miniatura que ahora estaban en la caja, y que de pequeño,
Guillermo, les desarmaba para armarlos de nuevo.
Ahora, allí estaban. Pedro los cogió uno a uno
y fue pasando sus dedos por ellos. Casi no se notaba el paso del tiempo, pues
aún se conservaban como nuevos. Siguió mirando hasta dar con un bloc de láminas
de dibujo. Que ¿como no? Eran de coches. El hombre sonrió y se dirigió hacía el
único objeto del trastero que, no era una caja, sino pequeña bicicleta de color
rojo chillón, desconchada la pintura por todos los sitios. Con ella, Guillermo
había aprendido a montar y aunque le costó al principio, enseguida se hizo con los
mandos y, ya adolescente, llego a participar en carreras regionales. También,
dentro de la caja, estaba el balón al que su hijo no había hecho demasiado
caso, pues, como él decía, “no sabía dar una patada a un bote” y llegaba a casa
llorando porque no le habían dejado jugar en el equipo del barrio.
Sin dejar de
sonreír, Pedro dirigió su vista a la caja, donde podía leerse: “Cosas de
María”. Ésta era más grande y pesada que
las demás. La bajo de la estantería y se dispuso a abrirla. Con más cuidado que
con las otras, la abrió y lo primero que encontró fueron álbumes de
fotografías. Abrió las tapas de uno de ellos y encontró fotos de su época de
novios, solos, con amigos, con la familia, con los hijos, cuando éstos eran
pequeños, algunas en blanco y negro y de las primeras que hicieron de color,
aunque, éstas, ya estaban descoloridas.
También había una caja de zapatos y dentro
pudo ver una serie de objetos de bisutería, collares, pendientes y sortijas, ya
pasados de moda. Pedro, no pudo contener la risa al ver un jarrón barato de
porcelana, con motivos chinos, que les había regalado una tía de ella, el día
de su boda y que solo sacaban cuando sabían que la tía les iba a visitar, pero
que, sin embargo, a María le daba pena tirarlo. Debajo del jarrón, había un
manojo de cartas que Pedro enseguida reconoció, él se las había mandado a María
desde Huesca, donde le tocó hacer la mili. Las recorrió con la vista y reparó en una
que parecía que no era su letra. Como si estuviera profanando la intimidad de
su esposa, abrió el sobre y pudo leer las líneas en las que Ramón, le decía a
María, que sentía que sus sentimientos no fueron los que él quería y la deseaba
fuera feliz, en compañía de Pedro. La sonrisa que antes estaba en la cara de
Pedro se borró de su boca. Ramón había sido su mejor amigo y él nunca se había enterado
de su atracción por María.
Dejó las
cartas al lado de los otros objetos y sus manos se posaron en un envoltorio en
tela de seda. Sabía lo que se iba a encontrar; el vestido de novia de María
apareció cuando separó la
tela. Sus dedos acariciaron el vestido con delicadeza y escenas
pasadas llenaron su mente.
Conmovido por
los recuerdos, abrió la última caja, precisamente, la que ponía su nombre. En
ella solo había cosas que su madre guardaba y que le entregó a él cuando se
casó con María. Aparecieron álbumes de cromos del Guerrero del Antifaz, del
Cobra, de Fu manchú y alguna otra colección, que él había hecho en su infancia.
Un pequeño tren de latón con todos los vagones desvencijados y una lata de
galletas llena de soldaditos de plomo. Los sacó uno a uno y los puso en fila,
como cuando, de pequeño, jugaba con
ellos. Delante la caballería y detrás los soldados de infantería. Se entretuvo
un buen rato y casi sin querer, miró el reloj. Metió los soldaditos en la lata
y se preparó para cerrar el cuarto.
Cuando entró
en su casa, María le esperaba de píe, en la puerta de la cocina.
-
Por lo que has tardado, seguro que has tirado muchas
cosas – le dijo sonriente.
Pedro la
miró durante un momento y enseguida bajó la mirada hacia el suelo.
-
No he tirado nada, me pareció que, si lo hacía, tiraría
parte de nuestra vida y nunca podríamos volver a recuperarla, si quieres baja
tu mañana y deshazte de lo que quieras.
María, le
atrajo hacia ella y mirándole fijamente a los ojos, dijo:
-
¿Te crees que no lo he intentado? Ayer mismo, me pasé
la tarde abajo y no tuve valor para tirar nada.
Instintivamente,
los dos se abrazaron y permanecieron así un largo rato, pensando en el
contenido del trastero. Por fin, cuando se separaron, Pedro, dijo:
-
Habrá que decir a la chica que busque otro lugar para
guardar sus cosas, porque en el trastero, solo hay sitio para nuestros
recuerdos.
Andrés Tello
antear36@yahoo.es
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