Me enamoré
de la noche
cabalgando
en una estrella
entre todas,
la más bella
que de luz,
es un derroche.
Sin hacer ningún
reproche,
cuando llegó
la mañana,
al sonido de
campana
de mi sueño
desperté,
entonces me
levanté
pero de muy
mala gana.
Observaba el
horizonte,
que aparecía
a lo lejos,
eran las
olas espejos,
viajeras sin
pasaporte.
Chocando van
contra el monte
cuando a
tierra se acercaban
y con su
espuma regaban
las dunas de arenas finas
que como bravas sabinas
al dios del
viento aclamaban.
Al terminar
la mañana
el cielo se
encapotó
y la
tormenta explotó
inundando mi ventana.
Cual tañido
de campana
iban sonando
los truenos
que como
duros barrenos
los oídos
perforaban
y los rayos
alumbraban
como flechas
de luz llenos.
La tormenta ya
amainaba,
desaparecen
las nubes,
aclaraba por
las cumbres
y el cielo
se despejaba.
De nuevo el
mar me mostraba
su color
azul verdoso,
un revoltijo
precioso
de las olas
que jugaban
y entre
espuma se abrazaban
bajo el
sol maravilloso.
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