sábado, 20 de octubre de 2012

¡OH, MI DULCINEA!


                                              
En pleno siglo XXI y en el centro de Madrid, desde el pedestal en una ajardinada plaza y acompañado de mi fiel escudero, miro al horizonte inexistente, cubierto por altos edificios. La frialdad del bronce hace que mantenga despejada mi cabeza y aún desoyendo los consejos de Sancho, en mi mente, sigo forjando mi ideal de Dulcinea.
Aún la veo, “ensartando perlas o bordando oro”, aunque Sancho dice, que sólo está “ahechando dos fanegas de trigo en el corral”. Este amigo mío, tiene la mente estropeada. Que pensamientos más chabacanos pueblan su cerebro.  Decir eso de mi  amada es insultar su nombre, aunque, por quedar bien conmigo, acabó diciendo que “los granos de trigo se convertían en perlas”. Yo sé que lo dice de buena fe y que no está en sus cabales. Otro detalle de su demencia es cuando en llegando a El Toboso, percibo el aroma del perfumado cuerpo y Sancho responde que su  ”olor es algo hombruno”. ¡Pobrecillo!. Él, que solo conoce el tufo a pucheros y ovejas de las mesoneras. Dulcinea es tan distinta a todas las demás. Si no fuera tan diferente, como puede explicarse que muchas de las heroínas literarias, hayan muerto de forma tan trágica y ella aún perdure lozana y fresca.
¡Oh, mi Dulcinea! Mi dama de refinado aspecto y cantarina voz.

-         A ver, Sancho. ¿Conoces el caso de Melibea, la enamorada de Calixto que, debido a su alma inquieta, esta apuesta y noble dama hubiera de permanecer encerrada siempre en su casa, resguardada y protegida, por ser la custodia del honor de la familia? Mi Dulcinea no tiene necesidad de eso, pasea con toda libertad por calles y plaza, eso sí, siempre acompañada de su aya.
-         Mi señor don Quijote, de poco le sirvió a Melibea tantos cuidados, pues la apostura de Calixto la llevó al huerto y yo he visto a vuestra dama que, en los campos, más de uno se aprovechaba de ella.
-         ¡Calla, infeliz! Mi dama nunca ha sido tocada por mano alguna, solo por las de sus criadas y eso con total decoro. Pero, la pobre Melibea, sufrió las iras de su padre cuando éste se enteró de sus amores con Calixto y sólo le quedó suicidarse arrojándose desde lo alto de la torre. Cosa que nunca podrá ocurrirle a mi amada.
-         ¡Claro! Porque no está segura de quien es su padre.
-         ¡Ignorante charlatán! ¿Qué me dices de Julieta? Quizás en tu ignorancia no sepas quien es.
-         No estoy muy seguro, aunque creo que era una moza cuya familia andaba a garrotazos con la familia de su amado.
-         ¿Cómo puedes decir que era una moza? Era una dama que pertenecía a una de las familias más influyentes de Verona.
-         ¿De donde dice, vuestra merced?
-         De Verona. Por eso les llaman los amantes de Verona.
-         Ah, ya y como eran amantes, la dama y el zagal estaban todas las noches dale que dale ¿no?
-         Es imposible hablar contigo y estás muy equivocado. Julieta, era todo dulzura y candor, sumisa y obediente a las órdenes de sus padres, que querían casarla con Páris.
-         Claro y antes de casarse quiso ensayar la obra con el otro mozo.
-         El otro mozo, como tú dices,  se llamaba Romeo y también era de muy buena familia.
-         No, si ya, en todas las familias cuecen habas.
-         La pobre Julieta era tan sensible, que al ver que no podía casarse con Romeo, le cogió la daga y se mató con ella.
-         ¿Qué decís que le cogió?
-         La daga, Sancho, la daga.
-         Ya, ya. Pues si Julieta se mató por ser sumisa, dulce y candorosa, a Dulcinea no hay miedo de que le pase algo parecido, pues ella es recia y de gruesa voz.
-         ¿Pero qué dices descarado? Mi dama tiene un fino talle y la voz armoniosa, pero un gañan como tú no sabe apreciarlo. No estoy seguro de querer hablar contigo de lo que pasó a otra heroína.
-         Pues ya me dirá vuestra merced, si no habla conmigo con quien lo va a hacer. Aquí, es este pedestal estamos los dos solos y en esta fría noche se me está quedando helada hasta la lanza.
-         ¡Ah, insensato! Estamos aquí porque así lo quiere la posteridad y sólo me entristece que Dulcinea no esté con nosotros.
-         ¡Lo que faltaba! Tener que aguantar al hidalgo y a la moza. Mejor será que sigáis contándome historias de esas.
-         ¿Has oído hablar de Ofelia?
-         Si, la que se enamoró de ese que tiene un nombre tan raro.
-         Otra vez me demuestras tu ignorancia. El del nombre tan raro, es Shakespeare, el autor de la obra. Ella, igual que Dulcinea, era de alta cuna. Creo que hija de un consejero del reino.
-         ¿Acaso vos sabéis con seguridad de quien es hija Dulcinea?
-         Eso no viene ahora al caso, pero Ofelia estaba enamorada de Hamlet, príncipe de Dinamarca.
-         Entonces igualito que Dulcinea.
-         Ofelia, era sencilla e inocente   .........
-         Si, pero también pasó por el aro ¿no?
-         Pues ahí también te equivocas, porque parece ser que no pasó por el aro, como tú dices. Aunque se volvió loca de amor.
-         Eso sin probarlo, pues si lo llega a probar.
-         En su locura, llenó su mente de turbios pensamientos que albergaba en lo más profundo de su alma.
-         Lo entiendo, lo entiendo. Yo también tengo turbios pensamientos cuando pienso en alguna moza de duras posaderas. ¿Y que le pasó?
-         Entre las brumas y nieblas, casi constantes en Dinamarca, cayó en una gran melancolía y murió ahogada en un lago, rodeada de flores.
-         ¡Que fina la moza! Casi como Dulcinea, que ha nacido en tierras áridas y secas y  que es difícil encontrarla melancólica, pues todo lo toma a chanza y bromea con todos los carreteros.
-         ¡Insensato robapanes!. Que pena que don Miguel se acordase de ti para incluirte en mi historia.
-         Porque dudo que encontrara otra  persona con tanto aguante como yo.
-         Anda calla, que ya me arrepiento de haberte nombrado gobernador de Barataria.
-         Para lo que me sirve. Yo pensaba que obtendría bienes y riquezas, pero aún estoy esperando.
-         Eres un verdadero mostrenco y no te contaré la siguiente historia, porque estoy seguro que no la entenderías.
-         Señor, con este frío prefiero seguir escuchándoos al menos, no me daré cuenta de la tiritona.
-         Bueno, bueno, ya que insistes, te contaré lo que le ocurrió a doña Inés de Ulloa, que se enamoró de don Juan, aunque sólo tenía 17 años. Era una niña inocente y pura, pero de carácter apasionado. Profesaba de novicia en un convento y   ...........
-         ¿Qué pasó? No me dirá vuestra merced que también fue ultrajada dentro del convento.
-         ¡Ah, gañan! Veo que la historia te interesa, pero déjame continuar. Don Juan la raptó y la llevó a unos aposentos donde la sedujo entre verso y verso.
-         ¡Pardiez!. Fácil se dejó convencer la moza. Pues ya podéis tener cuidado con la vuestra, que esa no está precisamente en un convento.
-         Cada vez estoy más convencido de que tienes una mente obtusa. Mi dama lleva el convento en su corazón, donde guarda todo el amor que siente por mí.
-         Pues tened cuidado porque yo creo que su corazón tiene más clientes que la venta de la Maritormes, donde por cierto, según se cuenta, tienen buen recuerdo de vuestra estancia allí.
-         Paparruchadas que dice la gente. Continuaré con mi historia, pues está empezando a amanecer. Doña Inés hizo una apuesta con Dios para salvar a su amante y, aunque él desapareció de su vida durante unos años y cuando volvió ella había muerto, ambos se salvaron y subieron al Cielo.
-         No sé porqué creo yo que ese camino está cerrado para vuestra Dulcinea.
-         Eres un deslenguado, pero en fin, terminaré este relato con la infeliz Desdémona, criatura sin malicia, que oponía su dulzura y paciencia a la injusticia y la ofensa, pero a causa de las intrigas del malvado Yago, hizo nacer los celos en su esposo Otelo.
-         Arreglado estaríais vos si fueseis celoso.
-         Mi dama no me dará nunca motivos para estarlo. Como te decía, el moro Otelo en un ataque de celos estranguló a Desdémona con su propio pañuelo de seda.
-         Esas delicadas prendas vuestra dama no las usa, por lo que no es probable que se dé el mismo caso. Además, si tuvierais que estrangularla sería labor harto difícil, pues su delicado cuello no es fácil de abarcar.
-         Veo que tus palabras las guía la envidia por no tener una dama a la que adornen tantos encantos como a Dulcinea.
-         Los encantos que a ella la adornan son las manchas de grasa en su descolorida blusa y más de un pegote de estiércol en las alpargatas.
-         ¡Calla de una vez, maldito! A pesar de todas las mentiras que lanzas sobre ella, ahí está cuando las demás han muerto. Muchos escritores la mencionan en sus libros y su figura esbelta y lozana perdurará a través de los años y no morirá jamás.
-         ¡Ah, mi señor! Bendita locura la vuestra que os hace ver gigantes donde sólo hay molinos y sentir amor por una vulgar campesina, creyéndola una dama.
-         ¡Oh, mi Dulcinea!

Andrés Tello
Año 2005


Leído con Edgar Álvarez  en el homenaje a Cervantes y al Quijote, celebrado en 19/4/2005 con Arco Poético de la Biblioteca Retiro y Agrupación Hispana de Escritores, en el salón de actos Buero Vallejo, Junta Municipal Canillejas.
Publicado en la revista Oriflama de Junio 2005 editada por Bibliotecas Municipales

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