La bandada de gorriones inició el
vuelo. El ruido del avión al despegar les había espantado .y, atemorizados por
el gran estruendo, dudaron hacia donde dirigirse. No querían volar en la dirección del gran pájaro
metálico y, asustados, dirigieron sus frágiles alas hacia un edificio de
cemento con grandes huecos sin acristalar que les aseguraba un cobijo. Entraron
al recinto colándose por aquellos ventanales. Una vez dentro, se distribuyeron
buscando algo de comida, que no les fue difícil encontrar, pues en aquel lugar
había muchos coches aparcados y la goma de sus neumáticos tenía pegados
pequeños insectos, mosquitos, hormigas, arañas, así como, restos de comida, que
los coches habían aplastado por las calles.
Para los pequeños animalitos
aquello fue un festín. En el lugar de donde ellos procedían, tenían que luchar
duro para conseguir alimento, sobre todo en invierno, cuando los campos estaban
baldíos y era muy difícil encontrar algo comestible.
Les apetecía estar al calor que
despedían los motores de los coches que, una vez aparcados, aún guardaban una
agradable temperatura, haciendo reaccionar sus pequeños cuerpos, frente al frío
exterior, que reinaba a aquella hora de la mañana.
Estaban los gorriones disfrutando
de todo aquello, cuando un gran estruendo hizo temblar el edificio.
Inmediatamente, una inmensa nube de polvo y humo lo inundó todo. Los pajarillos
comenzaron a recibir golpes por todas partes. Quisieron volar hacia otro lugar
más seguro, pero sus alas ya no les respondieron. Algunos recibieron grandes
trozos de hormigón sobre sus pequeños cuerpos. Otros, fueron aplastados por los
propios coches que volaban por los aires.
Al final, cuando los bomberos entraron
al lugar, solo encontraron un amasijo de hierros, cemento y plumas.
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