Esta es mi casa, mi hogar, donde siempre he vivido.
Aquí nací y aquí quiero morir. Guarda tantos recuerdos; de mis padres y
hermanos sentados a la mesa, todos repartidos por la casa
en tiempo de exámenes, buscando el rincón más
tranquilo para poder estudiar.
Mis escarceos amorosos, en las raras ocasiones, que
no había nadie, con mi primer amor del colegio, Lolita, que venía a casa a
estudiar – eso decía ella -.
Después, las despedidas cuando alguno de los
hermanos nos marchábamos a estudiar a la ciudad. Las lágrimas de mi madre
secándoselas con el delantal. Las palmadas de mi padre en la espalda, dándonos
ánimos. Era la primera vez que nos trataba como adultos. Ya no éramos niños.
La alegría de volver al hogar en vacaciones, más si
no había quedado nada para septiembre.
Mi madre, ese día, siempre hacía la comida
preferida del que regresaba.
Yo heredé la casa y después de mis hijos, ahora son
mis nietos lo que todo lo alborotan. Corretean y gritan sin cesar. Trepan a los
árboles, se sumergen en la piscina – recién construida-, mientras mi mujer y
yo, sentados en las hamacas, les vemos retozar. Entonces recuerdo que esas
mismas escenas ya habían ocurrido antes.
Todas las vivencias del hogar, durante tres
generaciones, vuelven a mí. En mis agradables siestas, debajo del sauce que
tanto conoce de nuestra historia, pienso en la felicidad y en los malos ratos,
que también hubo, pero nunca renegaré de esta vieja casa de ladrillo y blancas ventanas, que es nuestro hogar, nuestro nido.
Despierto y se me ha caído la leve manta que mi
esposa sonriendo, me echa encima cuando me quedo dormido, aunque yo siempre la
digo que solo me he quedado traspuesto.
No he sentido los gritos, ni los chapuzones de los
niños. Han sido tan gratos mis recuerdos.
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